viernes, 24 de septiembre de 2010

Un poco soy así porque

Sé leer desde que me acuerdo. Yo también irrité a mi familia leyendo en voz alta y aguda cada puto cartel que veía en la calle. Si en el camino al baño no había una revista, entonces me entretenía con la parte de atrás del desodorante o el shampú. Los shampúes más divertidos de leer -o bueno, los que tienen más texto- son los que prometen hacer milagros con sus cabellos resecos o enrulados o quebradizos, los que salen más caros.
No sé bien cuándo aprendí. Tengo un recuerdo vago, quizás mío, quizás no, con un tinte muy Zezé -si hasta hoy no leyó Mi Planta de Naranja Lima, ¡corra! que la vida es corta. Yo estaba sentada en la escalera del patio de la casa de la abuela Elsa con el diario en la mano. Ese diario era Clarín, claramente. Haydée, una amiga de mi abuela, dijo algo así como mirá esta chica cómo hace que lee, y yo me enojé y le dije que no hacía, que estaba leyendo, y le leí algo -seguro muy importante- que -seguramente- estaría pasando en el país o el mundo. No me acuerdo qué decía, probablemente ni siquiera lo había entendido, pero sí sabía cómo leerlo.
Toda esta perorata de la lectura parece haberse salido de alguna esquina de mi inconsciente cuando me dispuse a leer un rato antes de dormir, pero resulta que tenía tantas ganas de dormir que cerré el libro -Papeles inesperados, del inadjetivable Cortázar- en la misma página en que lo había abierto. Lo chistoso pasó medio milimilimilisegundo antes: al darme cuenta de que no estaba en condiciones de leer, y previo a cerrar el libro, le pedí perdón a Cortázar y le dije que hoy no iba a poder concentrarme lo suficiente, que mejor mañana.
Mientras meditaba sobre lo que había hecho -le había pedido perdón a un escritor muerto por haber cerrado su libro- entendí que lo hacía porque era SU libro.
Yo aprendí a leer con Clarín, pero aprendí a disfrutar de leer con Cortázar.
Los viernes dormía en lo de mi papá, quien -muy en concordancia con su rol- antes de dormir me contaba historias. Una de mis preferidas era la de los piratas, que tenía algún punto de contacto con el lugar donde vivían estos aventureros malechores malvivientes maltratados por los mares: el golf de Mar del Plata*. Pero un día, no sé si a pedido del público o por una decisión tiránica del cuentahistorias, mi papá agarró un libro y leyó. Ese ratito que duró, ese rato que duraron, fue ese lugar común del punto de inflexión. Una rodilla o un codo, una esquina, una vuelta a la manzana. Eso que me leyó fueron las Instrucciones para subir una escalera. De ahí en más, cada vez que fui al baño en lo de mi papá, me acompañaron cronopios y famas. Después crecí, dejé de ir a dormir a su casa, él, como buen zoquete, me prestó el libro a mí, y yo, como buena zoqueta, se lo presté a alguien más. Dónde andarán, cronopio cronopio. Buenas salenas.
Y supongo que el moñito para cerrar este tremendo paquete de galletitas variedad vendría a ser que mañana, justo mañana, mi papá se vuelve a casar.

*El refugio de los piratas es ahí. Se lo juro, me lo dijo mi papá.